martes, 4 de enero de 2011

Dios vino, viene y vendrá.



Con la fiesta de Cristo Rey del universo terminamos el año litúrgico e iniciamos el siguiente.

El año del Señor comienza con el tiempo del adviento que nos prepara para la fiesta de la natividad de Nuestro Señor y volvemos a recorrer los principales misterios de nuestra redención; cada año desde distinta óptica pues se considera y medita desde un evangelio de los cuatro que tenemos. Este primer tiempo es corto pues solo consta de cuatro semanas.

La Liturgia no es una secuencia sacra del tiempo en la que vamos recordando los misterios más importantes de la vida del Señor sino la misma vida de Cristo que se desenvuelve hasta la consumación de la historia, para nuestra progresiva conformación con el Hijo ya en esta tierra. Recordamos no solo para no perder la memoria sino para, gracias a los sacramentos, vivir los misterios e irnos poco a poco configurando con Cristo y esto es una tarea de toda la vida.

El Adviento es tiempo de avivar la esperanza en «unos cielos nuevos y una tierra nueva según su promesa» (cf. 2 Pe 3, 13); rememoramos en la Navidad el acontecimiento de la encarnación y este es el motivo de nuestra esperanza. De alguna manera en estas fiestas: recordamos el acontecimiento histórico del nacimiento del Señor, esperamos su ultima venida al final de nuestra vida y del universo y lo vivimos en cada momento, pues el Señor sigue viniendo en cada conversión y en cada obra hecha por amor a Dios Lo que esperamos —la salvación del único Salvador—, por tanto, ya lo hemos recibido en prenda y constatamos su progresivo despliegue hasta que llegue a plenitud.

Dios vino, viene y vendrá. Para agudizar nuestros sentidos, para calmar la sed y retomar nuestro corazón inquieto (S. Agustín), la Iglesia nos propone este tiempo de Adviento, donde tomamos conciencia del que vino, viene y vendrá, es decir del Señor viene continuamente.

San Bernardo en su Sermón 5 en el Adviento del Señor nos habla de las tres venidas de Cristo; dice:

«En la primera Dios se manifestó en la tierra y convivió con los hombres»; en ella «vino en carne y debilidad» y por ella «fue nuestra redención»; no hay que olvidar que ya, por Cristo, estamos salvados.

«En la última, todos verán la salvación de Dios y mirarán al que traspasaron» […] «en gloria y majestad» y, en ella, Cristo «aparecerá como nuestra vida» y como juez poderoso.

«La intermedia, en cambio, es oculta, y en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan». En esta venida el Señor viene «en espíritu y poder», donde se nos presenta como «nuestro descanso y nuestro consuelo».

Si bien, la primera es la que rememoramos en la Navidad y la última es la que esperamos en la Consumación final, la venida intermedia es la que expresa la venida constante de Jesús, que se traduce en la tensión entre la alegría de la primera y la esperanza de la última. Esta venida intermedia es la que es objeto de atención especial en todos los Advientos.

Si sólo hiciésemos memoria de la primera, no pasaría de ser un mero recuerdo; si sólo esperásemos la tercera, tan sólo sería futurología. En cambio, la segunda venida es expresión de que el Señor no se ha ido. Él no tiene que volver, sino que viene continuamente a nuestro encuentro. Esto es la señal auténtica de la experiencia de fe. No son ideas ni recuerdos, sino experiencia viva en nuestra carne de un encuentro. Por eso es importante que nos detengamos en ella y que sepamos dar razón, ahora y aquí, de nuestra esperanza (cf. 1 Pe 3, 15).

Espero que vivamos como comunidad y cada cristiano, estas navidad reavivando nuestro acercamiento amoroso con el Señor y que esto nos haga más humanos y más conscientes de la necesidad de estar preparados para salir al encuentro con el Señor.

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